Biografías

Monseñor Próspero Penados del Barrio

Perfil de un pastor bueno

El 8 de enero de 1984 llegaba Monseñor Próspero Penados al Arzobispado de Guatemala; había pasado casi 18 años en San Marcos. Un Obispo de provincia colocado en la sede Metropolitana, por donde habían pasado ya 16 Obispos y 16 Arzobispos. Tenía 58 años.

Monseñor Próspero conocía bien a sus dos inmediatos predecesores, y se debió preguntar qué características o cualidades personales lo vinculaban a Monseñor Rossell (1939-1964) y al cardenal Casariego (1964-1983), para ser su sucesor.

Los más imparciales o desconfiados observadores, pudieron percibir un punto y a parte con el Cardenal Casariego. Con visión más pastoral, Próspero marcaba un nuevo estilo de Iglesia, más comunitaria, abierta, fraterna, participativa, solidaria. Como Obispo, se sintió plenamente heredero del Concilio Vaticano II y de la tradición eclesial latinoamericana de Medellín (1968) y Puebla (1979). Tanto en San Marcos como en Guatemala optó por vivir muy de cerca la vida cotidiana de la gente: amigable, directo, bromista, accesible, cordialmente espiritual, de gran humildad y sin ninguna pretensión de poder. En resumen, un hombre bueno.

Si bien tuvo una esmerada formación intelectual, primero en New Orleans (USA) y luego en la Gregoriana de Roma (1950), no todos vieron con buenos ojos su llegada al Arzobispado. Pero el pueblo sí aplaudió la decisión de Juan Pablo II, que había visitado Guatemala, y vio con sus propios ojos el calvario de la Iglesia guatemalteca (1983). Los signos de los tiempos reclamaban en el Arzobispado, alguien que tuviera la sensibilidad de ver la aflicción del pueblo y tenderle una mano. Y así fue como Monseñor Próspero, dotado de gran sensibilidad humana y espiritual, abrió las puertas del Arzobispado a las necesidades del pueblo. Era un riesgo, pero puso su fortaleza en Dios.

Reconociendo las causas humanas, políticas y económicas de la pobreza, se mantuvo en todo momento abierto críticamente al diálogo, sabido que tales condiciones eran inhumanas y necesitaban transformación. Alguien ha recordado, sin embargo, lo que él mismo reconocía: “Mi peor defecto es querer a toda la gente: los amigos y los enemigos”.

Ese era su modo de anunciar y vivir el Evangelio; así optó también por los pobres. Aunque su residencia estaba cerca del Palacio Nacional, Monseñor Próspero vivía ajeno al mundo político. No entendía ni de coyuntura ni de estrategia política. Sabía, sí, que la gente sufre, que es perseguida, que no tienen casa, que tienen que emigrar, que hay tantos problemas en cada familia… Sabía de campesinos sin tierra, de jóvenes sin trabajo, del maltrato de los niños, de las violaciones a los derechos humanos. De esto sí sabía y mucho. Y sabía también, que el pueblo tenía derecho a organizarse, y que la Iglesia, en aquellos años difíciles, en pleno enfrentamiento armado interno, podía hacer algo por tantos sectores sociales, que no sabían dónde acudir para hacer valer sus derechos.

Monseñor Próspero no tuvo miedo. Una vez más se dijo: “Estos son mis feligreses, cada uno de éstos es un bautizado, cada uno un hijo de Dios”. Y asumió el Evangelio por donde más duele y vale: “Pues si estos son mis feligreses, son mis hermanos, y si son a la vez hijos de Dios, merecen ser tratados con la dignidad de hijos de Dios”. Esta fue su lógica, profundamente eclesial y, a la vez, humana y liberadora.

Es importante recordar, cómo en el año 1984, los miembros del GAM, ante la ola de represión estatal, llegaron a la medida extrema de tomarse la Catedral. Monseñor Próspero más que alarmarse, puso de su parte todo lo necesario, para que pudieran dejar su sede en paz, y fueran no sólo respetados sino reconocidos por el gobierno de facto. El pueblo pudo observar al Señor Arzobispo más preocupado por los desaparecidos y la suerte de las víctimas que por el desaire experimentado al ver tomada su Catedral. Y con esta conciencia, la Iglesia apoyó los derechos de las viudas (CONAVIGUA), los desplazados, los refugiados, las comunidades de población en resistencia (CPR)… Defendió la vida y los derechos humanos.

Era muy intuitivo y sabía bien qué significaban tales compromisos. La realidad sufrida ya había curtido su corazón. Por cumplir el itinerario del Evangelio, se acusó a la Iglesia nada menos que de subversión y comunismo; y fue Monseñor Próspero quién respondió proféticamente:

«¿Es comunismo preocuparse por la educación de un pueblo, del cual más de la mitad de sus habitantes son analfabetos? ¿Es comunismo el que la Iglesia se preocupe por proporcionar mejor salud a un pueblo que tiene elevadas tasas de enfermedades endémicas y de mortalidad infantil? ¿Es comunismo el esfuerzo de la Iglesia por desarrollar programas encaminados a aliviar el hambre, la miseria de los pobres? ¿Es comunismo denunciar el desempleo, los bajos e injustos salarios de los obreros en las fábricas y de los campesinos en las fincas, las condiciones de trabajo inhumanas y las discriminaciones por motivos de raza, lengua, vestido o posición social? ¿Es comunismo educar a nuestro pueblo para que tome conciencia de su dignidad y derechos? ¿Es comunismo denunciar las torturas, la desaparición y la muerte de tantos inocentes? ¿Es comunismo que la Iglesia dé su apoyo moral a organizaciones y movimientos que persiguen una vida más digna y más humana para nuestro pueblo? Si Ud. entiende por comunismo todo esto, licenciado Sandoval Alarcón, somos comunistas desde su Santidad Paulo VI, con su maravillosa encíclica “Populorum Progressio”, hasta los obispos de Guatemala que firmamos el documento eclesial “Unidos en la esperanza”». (De la carta de Mons. Próspero al Lic Sandoval Alarcón, 10 de mayo de 1977).

Humilde, sí, pero valiente. Caminaba con Dios, y sabía que su Espíritu lo guiaba. La realidad le fue marcando retos nuevos, dentro y fuera de la iglesia. En su momento, no había ninguna institución capaz de hacer valer lo que estaba plasmado en la letra de la Constitución (1985), el respeto a la persona humana. Monseñor Próspero, con Monseñor Gerardi, decidieron crear una Oficina para la defensa de los derechos humanos (ODHAG). Un atrevimiento, que tenía pocos antecedentes, sólo la Vicaría de la Solidaridad de Chile, y Monseñor Romero en San Salvador. Después vino el Proyecto REMHI…

Todos estos compromisos los entendía como un aporte indispensable de la Iglesia al logro de la paz, la reconciliación, la verdad y el perdón. Gestos que le costaron ratos de soledad, críticas de los prudentes y no pocas amenazas. No escatimó esfuerzos por salvar la vida de los perseguidos; algunos pudieron esconderse en el propio Arzobispado para salvar la vida. Hasta al final de sus días, lo vieron repartir su pan con los pobres. El asesinato de Monseñor Juan Gerardi, sin embargo, derrumbó su corazón, y a la postre, hizo más cortos sus días.

Amó a Guatemala, pero no se arrogó privilegio alguno; cuando recibió la Orden del Quetzal, dijo:

“Es un reconocimiento a la sangre que ha sido derramada por decenas de miles de guatemaltecos, por centenares de catequistas, …de religiosos y religiosas quienes en este proceso de esperanza han ofrendado su vida”. Y entre las figuras insignes en este camino, destacaba a Monseñor Gerardi y al P. Hermógenes López (+1978).

Quiso que los nombres de las víctimas estuvieran escritos en mármol en las columnas del atrio de su iglesia Catedral.

Al dejar la Arquidiócesis por sus 75 años, hizo un breve balance de los casi diecisiete años transcurridos en Guatemala: “Damos gracias a Dios porque, en medio de desafíos y esperanzas, nos ha permitido combatir el buen combate y nos ha mantenido firmes en la fe” (2001).

Ciertamente, Guatemala está en deuda con este extraordinario buen pastor.

Hno. Santiago Otero